miércoles, 8 de febrero de 2012

Palabras del Profesor Fernando Piñeiro en la presentación en Melo de la novela "Ciudad Perdida", el 29/09/2011

Queridos amigos:

Estamos hoy reunidos en torno a una pequeña joya: Ciudad Perdida, de Gustavo Esmoris.

Gustavo, para aquellos que no lo conocen aún, nació en Montevideo en 1959, en el barrio del Buceo. Ha publicado tres libros de poesía: Detrás de la noche de 1992, Calles vacías de 1998, y Adyacencias de 2002 ―los dos primeros editados por Banda Oriental y el último por Ediciones de AEBU―. Ha incursionado en el mundo de la narrativa destacándose su novela Un viejo octubre roto de 2007. Es ganador de varios premios literarios a nivel nacional e internacional, entre ellos el Primer Premio de Narrativa en el Concurso Municipal de Literatura de Montevideo de 2005. Es periodista del Semanario Voces del Frente, donde tiene una columna cultural, y corrector ortotipográfico y de estilo para distintos medios y editoriales. Actualmente coordina, junto al escritor y profesor Fabián Severo, el Taller de Literatura El Rincón.

Ciudad Perdida es Primera Mención en narrativa inédita en el Concurso Literario Intendencia Municipal de Montevideo 2009.

La necesidad de crear un mundo perfecto está en la raíz de la humanidad. Desde Thomas More y su Utopía, hasta el descubrimiento de una ciudad apartada del mundo en Horizonte Perdido de James Hilton, llevado al cine por Frank Capra en una película destinada a atravesar los tiempos.

El ser humano intuye la idea de la perfección. Sabe que el mundo es esencialmente imperfecto, pero siente la necesidad de transformarlo, de metamorfosear la realidad en idea, porque sabe que la realidad es un continuo hacerse. En esto radica la esencia de los sueños.

Quizás a raíz de eso es que don Quijote necesita salir de la realidad y reinventar el mundo: para enfocarlo mejor. Sólo desde afuera de la realidad es que la realidad cobra verdadero sentido.

Por esto Ciudad Perdida está sustentada sobre dos mundos que coexisten naturalmente. Uno emerge a partir del otro, sin ruptura, pero transfigurando la realidad, cambiando la monotonía gris y previsible de lo cotidiano por la maravilla y lo inesperado.

La primera persona del narrador, en ambas realidades, es la que establece el sutil puente entre ellas. El lector percibe a ese protagonista como uno solo, aunque posea diferentes nombres. Es la realidad del yo, por encima de la oscilación abrupta de un mundo a otro, por encima de la identidad, y por encima de la memoria.

Comienza la novela sobre la realidad inmediata, con un protagonista que debe cuidar una fábrica abandonada, que él sabe demolerán en muy breve plazo, fábrica en la que alguna vez trabajó, y en la que luchó, como trabajador, por los derechos de su clase.

Sin transición alguna asistimos en el capítulo siguiente a un personaje que aparece como por arte de un encantamiento en un lugar desconocido para él, y habiendo perdido sus recuerdos. El lector sabe que se trata del mismo protagonista en ambos mundos por la poderosa cohesión de la primera persona.

En ningún momento se dice que la trasmutación sea producto del sueño o de la imaginación: el protagonista simplemente está ahí, lo que contribuye a reforzar vívidamente la impresión de realidad. Al igual que en La Divina Comedia de Dante, antes de que el lector pueda advertirlo, el viaje ya ha comenzado.

En el mundo real se utiliza el flashback para ir reconstruyendo el pasado. En Ciudad Perdida es un presente atemporal. Pero en ambos casos se obra una ampliación progresiva de la conciencia, que crece hasta el punto en que convergen ambos universos.

En uno y otro mundo, los nombres del protagonista y de los demás personajes cobran una importancia decisiva. En la realidad inmediata, el personaje principal tendrá por nombre Vladas, es decir, “regente” u “hombre del pueblo”. Por el contrario, en Ciudad Perdida será Pol, cuyo significado es “pequeño”.

Doña Amalia, ese personaje entrañable que alimenta física y espiritualmente a Vladas, también posee un nombre acorde a su carácter: significa doblemente “tierna” en griego, y “trabajadora” en germánico. Betis, que quiere decir “fértil”, no ha querido darle un hijo al protagonista, y Excelia, la mujer perfecta soñada a partir de una imagen de publicidad, significa “desde la altura”.

En toda la novela existe un mundo de afectividad que emerge de las personas, pero también de los animales, y aun de los objetos. Los objetos pasan a cobrar una importancia decisiva a cada momento, pues es como si quedara impresa en ellos la esencia de cada personaje de su entorno. Las lámparas con las que Excelia ilumina la casa, los platos de comida y los periódicos de Doña Amalia y las pinturas de ese misterioso vagabundo al que todos llaman Van Gogh crean el sustento emocional de la obra. La descripción minuciosa de cada detalle lleva al lector a sentirse sumergido, a experimentar más que ser espectador de ese mundo soñado, hasta que lo imaginado pasa a poseer más presencia que la realidad concreta.

Existe un sentido de movilidad notable en el deambular por las calles empedradas Ciudad Perdida, por los pasillos de la casa de Excelia, a cuya construcción parecemos asistir a cada paso en esa semipenumbra creada por una armonía de luz de lámpara y sombras por partes iguales que contribuye a volverlo todo posible, creando un mundo de hechizo, asemejándose por momentos a las pinturas de los maestros holandeses del siglo XVIII.

Los objetos que arrojan luz son esenciales, pues son los que obran la transposición de un mundo en otro. Los seis focos que iluminan la imagen publicitaria situada frente a la fábrica más la luna, serán las siete lunas de Ciudad Perdida. Toda la luz resulta esencial. Es como si por momentos todo resultara iluminado de adentro hacia afuera, y es como si se estuviera pintando más que describiendo.

Los animales resultarán el vehículo para la canalización de todo el mundo afectivo del personaje, a ambas orillas del mar. El perrito que alguna vez se escapó volverá misteriosamente en ese mundo en donde cada sueño parece materializarse delante de los ojos. Y crea en el lector la percepción de que las cosas y los seres que perdemos a lo largo de la vida, no están quizás perdidos, sino aguardando el momento del reencuentro.

Y en la realidad próxima, la rata que acompaña al protagonista en sus largas vigilias dentro de la fábrica, canaliza todo el sentimiento de un mundo que está a punto de desaparecer para siempre. Por eso, ese acto de aparente crueldad al darle muerte, es en realidad un acto de liberación. El animal, que representa esa parte del protagonista que ama intensamente su pequeño universo, merece morir en su mundo y no asistir a la destrucción de todo lo que ha conocido y que le es familiar. Es, quizás, aquella idea de Rilke de un morir que brote directamente de la vida, en armonía perfecta con lo que ésta ha sido.

Pero si los objetos y los animales resultan metamorfoseados, también lo son los personajes. Van Gogh, poseedor de un pasado misterioso e indescifrable, y cuya mendicidad contrasta con sus modales refinados será reinventado como el Portador de Orillas, y resulta fascinante y caleidoscópico. El personaje tiene el encanto de una revelación dicha a medias, o en voz baja, o de un dibujo a lápiz que emerge desde el fondo del papel. Es una construcción tanto por lo que no se dice, tanto como por lo que se dice de él. Y el misterio es lo que nutre prodigiosamente la imaginación del lector. Van Gogh se lanza desde ese pasado impreciso al gran mundo prescindiendo de lo utilitario y de la cordura, así como el Portador de Orillas se lanza al gran mar de lo desconocido para desembarcar en Ciudad Perdida. Y al igual que Ulises, debe atarse al mástil. Es necesario escuchar el canto de las sirenas; sería cobardía el no hacerlo. Pero es necesario sobrevivir al canto, para que el arte sea posible. Es preciso ir hasta las fronteras a las que nadie ha llegado, pero es menester volver para comunicar el hallazgo a los demás. Sería tentadoramente fácil perderse para siempre; pero resultaría egoísta, y el arte exige un compromiso, ese arte que como dijera Espínola, siempre debe estar “tierna y solidariamente dirigido a todos los hombres”. (El personaje principal también lee el Canto XII de la Odisea).

Por eso se hace necesario el plazo de una semana, más allá de ese reloj en reversa que terminará por aniquilar los sueños. El personaje del cartel se proyecta hacia el mundo imaginado en la forma de Excelia. ¿Quién no ha soñado con la mujer perfecta? Pero ese ideal que llevamos dentro, ¿hasta qué punto no es producto de una imagen que hemos creado en nuestra mente? También por eso el plazo: hay que volver a la realidad, y vivirla, antes que el sueño nos devore. Pero Excelia es más que simplemente una mujer. Es de ella que parece brotar misteriosamente toda la historia, vuelta realidad en la novela que ella escribe en una noche. Excelia es aquella zona inexplorada de la que sale el arte mismo. Ella es producto de la imaginación del narrador, tanto como la obra. Así, el amor y el arte parecen surgir misteriosamente del mismo lugar.

La necesidad de transformar el mundo, elevando la realidad a la altura de los sueños, es una forma de vencer al utilitarismo humano. El mundo creado por el arte es real, puesto que frente a los vaivenes de la vida, frente a la moralidad cambiante y los caprichos de los dueños transitorios del mundo, el arte se afirma como una realidad irreductible, destinada desafiar a los poderes temporales, para situarse en la dimensión de lo absoluto. El arte es la libertad misma vuelta expresión, es la más profunda de las revoluciones posibles.

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