viernes, 24 de febrero de 2012

Capítulos 1 y 2 de "Ciudad Perdida"

1

Había llegado hasta ese espacio inmenso, demasiado desolado para un solo hombre, de la forma en que se llega, supongo, a una ciudad perdida. En realidad el lugar ya no existía, pero debido a un error del que nadie iba a hacerse responsable me pagaban para que permaneciera allí por las noches.
En una pared cercana al enorme portón central, por el que no mucho tiempo atrás entraban y salían obreros y vehículos, el mismo reloj de siempre continuaba funcionando como si nada hubiera cambiado. Por efecto de un desamparo decidido a invadir y ocupar todos los rincones podía escuchar, como un envolvente sonido, los precisos pasos de su aguja más ágil deslizándose sobre el silencio que cubría las instalaciones. Tal vez ese simple detalle, lo único que conservaba un latido de vida, resultara el causante de este equívoco. Cuando en pocos días vinieran a demolerlo todo, para levantar las torres que podían verse en los coloridos carteles colocados frente a la entrada, se darían cuenta de que esos altos muros de ladrillos, los galpones y las dos chimeneas, no significaban nada, que la mudez y el abandono del horno apagado habían terminado para siempre con el lugar, y que derrumbar las antiguas estructuras sólo sería un trámite, el final redundante de algo ya consumado.
(En el centro de esos recuerdos que parecían no tener un preciso punto de origen, estaba la fábrica. Se trataba de una empresa a gran escala, establecida en un punto alto de la ciudad, muy cercano al mar, una parte del paisaje del barrio donde todo aquel que vivía en las inmediaciones había trabajado, y donde yo también terminaría haciéndolo, en un futuro no muy lejano. En esa otra época a vivir, el destino aún estaba muy claro, pese a lo distante y perdido que ahora parecía al recordarlo. Alguna vez había escuchado que en sus inicios la planta se erguía entre unos pocos ranchos, que dieron motivo para que la zona fuera bautizada como “barrio de la lata”. Después, sin mucho ruido, la ciudad fue invadiendo el lugar con casas de techos rojos, modernos edificios y anchas avenidas.
De niño, lo primero que hacía al despertar cada mañana era abrir los pesados postigos de la ventana de mi dormitorio, para ver –en sociedad con el perro blanco que me acompañaba, asomando él también la cabeza– las dos chimeneas recortándose majestuosas sobre el mar. Entonces, examinaba los dibujos que las columnas de humo proyectaban sobre el cielo del barrio, para conocer con precisión la dirección y la fuerza del viento.)
Como tallada de sombras, la mujer apareció frente al portón. La había visto, parecida a una mancha apoyada en los barrotes, inmóvil, empecinada en colocar sobre el silencio el sonido repetido de mi nombre.
–¡Vladas! –gritaba al inicio de esa noche solitaria, como hablándole a un fantasma que no era yo, que no podía ser yo.
La conocía desde siempre, desde que era un niño. Ahora, a partir del día en que la fábrica había sido cerrada, ya no parecía que ella me hubiera visto crecer; por el contrario, alguien podría llegar a decir, exagerando un poco, que éramos casi de la misma edad.
Mientras me acercaba a ella, la mujer aliviaba la espera consolando su mirada con la oscura visión de las chimeneas. Traía en las manos un plato caliente, envuelto en un colorido repasador donde aparecían dibujadas, con un trazo ingenuo, unas raras construcciones de piedra cercanas a una playa. Al notar mi presencia lo levantó con orgullo, como si se tratara de un trofeo.
La saludé sin fórmulas, apenas con un gesto y una sonrisa.
–¿Qué sorpresa tiene escondida ahí, doña Amalia? –le dije. –Usted siempre tan preocupada por los demás.
Existía algo indefinible en la figura gruesa y vieja de la mujer, algo que desmentía su aspecto y obligaba a quererla a primera vista, sin condiciones. Se movía pesadamente, y su forma de ser, alegre y extrovertida, hacía que cuantos la veían, incluso sin conocerla, se detuvieran a cambiar algunas palabras con ella. Al inicio de esa primera noche que se repetiría, idéntica, durante semanas, la mujer no dejó de hablar ni por un instante, mientras permanecía imantada de pie junto al portón. Al entregarme la comida junto con un diario del día anterior, sus enormes pechos parecían querer introducirse por entre las rejas, para refugiarse en la fábrica donde había trabajado su esposo y varios de sus hijos.
Apenas el plato sorteó la estrechez de los barrotes con una ligera inclinación, completando el trayecto de su mano a la mía, la mujer me apretó el hombro por un instante, mirándome a través de la reja como si yo estuviera preso. Antes de despedirse, me aseguró que iba a tratar de volver todas las noches, con el diario y un plato de comida caliente.
–Donde come uno comen dos –me dijo sonriendo. –Y donde lee uno...
Un sonoro adiós, prolongando excesivamente la ese final, brotó de sus labios, y esa pareció la señal para que la pollera de la mujer se pusiera en movimiento, con un paso que el tiempo se había ido encargando de hacer más lento. Además de la voluminosa falda, llevaba puesta una blusa que nada hacía para disimular su enorme figura. Al marcharse, su rostro se fue con ella; no podría recordarlo hasta volver a verla a la noche siguiente.
Mientras regresaba hacia el interior de la fábrica, comprendí que en realidad no tenía hambre. Pero algo en mí (una especie de cortesía infantil hacia esa mujer que de todas formas no podía verme, un respeto que venía de la época en que doña Amalia me veía pasar de túnica blanca) me obligó a apoyar el plato sobre la polvorienta mesa de la oficina, para descubrir lo que resultó ser un guiso con arroz y algo de carne, todavía humeante.
–¡Vladas! –repetía otra voz que también sabía mucho de comidas de olla, con una dulzura que entraba en evidente contradicción con el tono ronco, seco, poco femenino.
En el recuerdo, mi madre me buscaba en el umbral de nuestra casa, mientras a menudo conversaba brevemente con esta misma mujer (más joven y delgada, claro), haciendo que ese grito repetido en breves intervalos reconociese cada rincón de aquella callecita empedrada que iba, en pronunciado declive, a morir sin temores en los muros laterales de la fábrica.
–¡A comer, Vladas, que se enfría!
La frase avanzaba por las veredas, iba y volvía, rebotando en cada adoquín hasta dar conmigo.
Me llevé la cuchara a la boca y comencé a masticar mecánicamente, como si no fuera comida sino recuerdos lo que contenía aquel plato.
Para intentar huir de mis pensamientos decidí mirar el diario.



2

Subido en el viento, continuaba sobrevolando la noche del océano, rumbo a un trueque inminente de memorias. Avanzaba despreocupado, feliz de a ratos, sabiendo, con resignación, que a determinada altura del viaje me desprendería de todo lo vivido en una extraña ciudad separada del mundo.
Sentado en el piso me dejaba llevar, sin preocuparme en pilotear la nave, recordando la idea absurda de elevar conmigo a la muchacha, rodeando su cintura al momento de la partida, como siempre sucede en las acostumbradas historias con final feliz.
La única luz más allá del olvidado fuego que rugía sobre mi cabeza –un distante punto perdido, lo poco que iba quedando de la ciudad–, titilaba en un borde de esa noche desconocida, confundiéndose con una estrella que hubiera extraviado el rumbo. (La fuerza de un sencillo papel firmado me había obligado a dejar ese lugar a una hora y un día preestablecido, sin siquiera plantearme la posibilidad de desconocer lo pactado.)
Sabía que si asomaba los ojos por sobre el borde del canasto, vería, a lo lejos, en un punto impenetrable de la sustancia densa y cerrada que me envolvía, el pequeño resplandor resistiéndose a ser tragado por la distancia.
Contrastando con esa lucecita palpitante y cada vez más lejana, las cegadas extensiones que tomaban posición alrededor del globo representaban la noche más terrible. Adentrarse en ella era penetrar una lóbrega esfera de la que no se sabe cómo salir, y a través de la cual, de sus trampas extrañas y múltiples, comenzaba a tejerse un trayecto tan insensato y real.
En alguna ignorada región hacia la que me dirigía me esperaba mi pasado, un lugar en tierra firme dispuesto a devolverme y quitarme recuerdos. Cuando en algún punto de la ruta las lunas se juntaran de manera imprevista hasta superponerse y desaparecer, una dolorosa mutación comenzaría a cambiarlo todo; en eso iba a residir la inequívoca señal, el principio del fin de mi aventura, un devenir de puntos cardinales trasladándome de un sitio a otro. Entonces, el olvido encontraría su momento a muchos metros de altura, en la terrible soledad del trayecto, sin nadie que pudiera consolarme.
Pero también habría un instante brevísimo y supremo, que apenas llegaría a vislumbrar (esa era una de las pocas cosas que sabía con certeza), en el que los recuerdos se mezclarían en una memoria única y total, equidistante a los dos lugares que me disputaban.
En un comienzo, todo se había presentado como un sorprendente evento sin sentido. En la plaza, una mujer sacudía levemente mi hombro. Al abrir los ojos, vi una imagen borrosa que fue aclarándose poco a poco. Era joven y pequeña de estatura. Al inclinarse sobre mí, el pelo oscuro y rizado le caía en el rostro, ocultándoselo en parte. Hablaba con una voz grave y pausada, que me resultaba extrañamente familiar, como si esa escena perteneciera a una historia ya conocida y no a este aparente primer encuentro. Intenté averiguar en qué lugar me encontraba, y la mujer, con una ingenuidad propia de quien no entendió el verdadero sentido de lo que se le pregunta, me dijo simplemente:
–Ciudad Perdida, claro.
Lo decía sin deshacerse de la inocencia que emanaba de su sonrisa sorprendida, sin suponer –ni por un instante– que podía estar burlándome de ella, o peor aún, sin dejar entrever la sospecha lógica (que hasta yo podría compartir, dadas las circunstancias) de que hablaba con un borracho.
Mientras me incorporaba con dificultad, en torno a nosotros comenzaban a amontonarse los curiosos, tratando de descifrar las extrañas claves de la situación. Al sentarme en el banco, bajo los efectos de un sol rojizo que se perdía con rapidez tras los lejanos edificios de esa ciudad desconocida, pude observar con más detenimiento a la muchacha. Tenía ojos grandes y oscuros, y vestía unos jeans gastados y una blusa blanca, de manga corta. Pese a su aspecto frágil, una energía que parecía provenir de su mirada y de sus gestos, desmentía esa presunta desvalidez.
En medio de sus palabras, apoyándome en ellas, iba aterrizando en aquel lugar del que nada sabía. Me pareció que la tarde caía demasiado rápido, que las sombras no resistirían mucho más tiempo su propio peso y comenzarían a derrumbarse desordenadamente sobre mi cabeza. Sólo con atravesar en la mirada el paisaje desconocido, los rostros de la gente, los finos gestos de la muchacha que me hablaba, se hacía evidente que de nada serviría tratar de entender de dónde venía, y qué me encontraba haciendo allí, durmiendo sobre el frío mármol de una plaza, preguntas todas que se cerraban en sí mismas, sin ninguna pista ni pasado. Las personas que se agolpaban alrededor del banco representaban una curiosa muchedumbre que se detenía frente a mí, en el lugar y en el momento equivocado, cada vez en mayor número, sólo para oír cómo la mujer intentaba darme una explicación. En oleadas, la gente llegaba y presenciaba la escena, hasta que se aburría y su lugar era ocupado por un nuevo contingente de curiosos. Dos hombres de traje y corbata, por ejemplo, hablaban de mi conducta con voz estridente, tejiendo teorías sobre mi presencia en ese banco de mármol, y uno de ellos me señalaba con el dedo, como si me culpara de algo que yo desconocía. De vez en cuando aparecían madres con niños de la mano, y liceales que salían de sus clases. Todos parecían estudiarme con la misma desconfianza y sorpresa.
Si no hubiera tenido una noción de lo ilógico de la situación, tal vez nunca hubiera seguido hasta su casa a la muchacha, y esta historia tan extraña se habría complicado más de la cuenta. En ese caso, después de muchas preguntas sin una respuesta esclarecedora, me largaría a caminar sin ella, en dirección opuesta a sus pasos, siempre imaginando que las cosas eran más sencillas, y que apenas llegara a algún lugar conocido eso me lo recordaría todo. Hasta que me topara de frente con los oscuros muros de piedra que impedían toda salida de la ciudad, y comenzara a entender que lo absurdo se había transformado en algo real.
Pero las circunstancias me fueron llevando hasta esa mujer, hasta su rostro triste que me animó a confiar en ella.
–Vas a pensar que estoy loco –le dije, –pero estoy viendo dos lunas en el cielo.
(Ese detalle sí podía recordarlo con claridad: en el lugar del cual venía sólo había una luna.)
–Todavía es temprano y no han aparecido todas –me respondió ella.
Y entonces, lo tan extraño –despertarse sin memoria sobre el banco de una plaza, en una ciudad desconocida– pasa a ser lo más normal, gracias a la mirada protectora de una mujer.
De alguna forma inexplicable comencé a saber, en ese momento, aun antes de conocer su nombre, que existiría una semana por vivir (el plazo lo pondría ella, agitando frente a mis ojos unos papeles que acababa de redactar, a los que llamaba contrato).
A medida que nos alejábamos de la plaza, la altura de las edificaciones iba siendo cada vez mayor; de a poco, comenzaban a surgir comercios y carteles luminosos, pintando de colores el paisaje, acercándonos a lo que parecía ser el centro de la ciudad. En determinado momento, cuando ya habíamos caminado por más de media hora, el empedrado dio paso a una áspera y oscura carpeta asfáltica, y ésta a su vez, unos minutos más tarde, a un pavimento que parecía recién inaugurado, en el que aparecieron los primeros semáforos. Como al principio del trayecto, las veredas eran antiguas, de un ancho que apenas daba para que transitaran juntas dos personas. Cuando alguien se cruzaba en sentido opuesto, la mujer se colocaba delante de mí, obligándome a formar una fila. (Una de las veces en que esto sucedió, descubrí que la sombra de mi cabeza se proyectaba sobre el centro de sus nalgas, perfectamente reveladas gracias al pantalón ajustado. Sin saber la causa, me detuve un instante, fingiendo observar algún detalle del paisaje, hasta que mi silueta volvió a avanzar cansinamente sobre las baldosas, lejos del cuerpo de la mujer.)
Mientras caminábamos, pisando esa tristeza que siempre parece desprenderse de las veredas envejecidas, ella me hablaba con entusiasmo, haciendo algunas preguntas que a veces se respondía a sí misma. En los breves espacios que separaban una frase de otra, la veía sonreír con un levísimo gesto, moviendo apenas los labios, durante ese instante en que el silencio se hacía dueño de dos o tres de sus pasos.
Entonces, sin detener la marcha, sin dejar de caminar junto a los pies pequeños de la muchacha, se me ocurrió pensar que la solución perfecta para esta situación incomprensible, la única a mi alcance, sería empezar a deshacerme de todos aquellos temores en los que no podía dejar de pensar. Volver la mirada hacia el evidente otoño que parecía estar finalizando en este lugar desconocido, sólo para concentrarme en el manto de hojas secas que cubrían el paisaje de la ciudad, dejando atrás las insondables huellas que sin una explicación, terminaban durmiendo conmigo sobre el banco de un lugar en el que no recordaba haber estado antes. De alguna manera, desde el momento en que una mano de la mujer se apoyó en mi hombro, supe de un ovillo de pasos que necesariamente debería desenredar, y que pedir su ayuda era el primer movimiento para lograrlo. Para mis adentros, me dije que nada es igual a sí mismo, que nada se parece de un minuto a otro, en tanto comenzaba a caminar con la muchacha, junto a ella.

1 comentario:

Ana María dijo...

Respuestas sobre escritura
Empiezo a recibir respuestas de los escritores a las preguntas planteadas en otra de las entradas de este blog Preguntas sobre escritura, esta es de Marco. O. Pazmiño. autor del libro La Konstante es el Cambio.
La editora

Cali, 14 de febrero de 2012
Ana María.
Cordial saludo.

Estas preguntas que son totalmente nuevas para mí, me hicieron pensar, analizar y especialmente sentir lo que vive ó puede vivir un escritor.
Le quiero compartir mis respuestas.

P/ ¿Qué aprendí como persona?

R/ A dialogar conmigo mismo, a criticarme, a exigirme, a entender que la perfección no existe en el ser humano, que todo lo que uno ES - HACE y TIENE. es posible mejorarlo, a reconocer que otras personas que ya iniciaron este camino, nos pueden ayudar, y que siempre es posible encontrarlas. A valorar y querer mas a la familia, a uno mismo, a los amigos y compañeros.
Pero es precisamente en la soledad a la que se enfrenta el escritor, lo que le permite crecer como persona, aunque muchas veces no sea consciente de su progreso.

P/ ¿Qué aprendí como escritor?

R/ A respetar esta profesión ó arte. Si el arte es la sensibilidad de la sociedad y el artista es su corazón, el escritor es capaz de plasmar los sentimientos, pensamientos, experiencias, amores y desamores, en palabras, como el pintor lo hace en imágenes, ó el músico en melodías, ó el escultor en pinturas e imágenes de tres dimensiones.
A no desfallecer, a no arrugarse o retroceder ante sus propias imperfecciones que por primera vez las descubre, y que éstas se convierten en un poderoso resorte que lo impulsa y lo eleva a ser de verdad un escritor, a elaborar y hacer palabras, frases, párrafos que finalmente le permiten que nazca un poema, una novela, un libro, lo que a su vez permite, que otras personas también sientan y vean el mundo, de
una forma diferente y posiblemente mejor.

P/ ¿Qué consejo daría al que quiere escribir?

Si uno quiere ser escritor, pienso y creo que la única forma de saberlo, es haciendo algo concreto como un poema, novela ó un libro.
Iniciar este esfuerzo con el impulso de su motivación interior, pero estar siempre abierto a recibir y a pedir críticas, opiniones, a evaluar y valorar las mismas, a estudiar y consultar, a aprender en todas las formas y momentos, y plasmar este aprendizaje en mejores resultados literarios.
A entender también que la perfección nunca se alcanza, pero esta motivación nos impulsa a buscar caminos diferentes a los de la rutina y frustración.