viernes, 24 de febrero de 2012

Capitulo 1 de "Un viejo octubre roto"

Capítulo I
EL CAMINO

Es un espacio cerrado, opaco, casi hermético, que obliga a abrir los ojos a una quietud de piedra, apenas esbozada más allá del apagado cristal; un lugar de contornos cegados, decidido a cortar la noche con su afilado sonido metálico.
Atrapado en lo profundo de sus entrañas invoco dos viejas palabras, un gastado nombre propio, Gerardo Abril, acaso para intentar convencerme de que sigo siendo el mismo de siempre, y de que nada, en estos días de camino, ha cambiado.
Si hubiera alguien o algo a quien dirigirse, una sombra, aunque más no fuera, dispuesta a escuchar, ensayaría un errático monólogo con la vida del que fui, del que ya nunca seré y aún soy (porque todo está registrado en lo profundo de los espejos, no puede ignorarse, es ese algo sin nombre que la luz guarda para sí.)
Tal vez el sinuoso curso de este caos comenzó a dibujarse en un anónimo instante robado al tiempo, en unos pasos, simplemente, atravesando una calle oscura y sólo nuestra; todo sin una forma precisa, una construcción hecha de minúsculas fracciones, a las que ningún reloj tiene acceso.
Por momentos intuyo que la breve secuencia donde da inicio esta parte de mi historia, coincide fatalmente con unos pies despegándose del borde de un balcón. Pero también es probable que los motivos vengan de más atrás, de la continuidad de antiguas huellas desembocando en el fin de un intrincado laberinto.
Lo cierto es que luego de la breve flexión las piernas estaban finalmente en el aire; un registro sobreexpuesto a ese asombro parecía igualarse al cielo desplegado y azul.
Como si por algún motivo difícil de explicar, una multitud hubiera confluido en ese lugar y momento, más tarde habría, desde distintos ángulos y alturas, imprecisos testigos a destiempo, pero todos coincidirían en la versión de ese hombre con sus alas rotas. Porque el aire no estaba para nada convencido de que alguien que ha vivido arrastrando pesadamente su sombra, pudiera elevarse hasta la copa de un árbol.
Esa fría madrugada, conocida ya la noticia, y como siempre que alguien acaba de morir, una mansa cortina de agua se había confundido con el desolado gris de las calles. Deambulando sin pretender llegar a ninguna parte, invadí sin apuro esas veredas que arteramente suelen devolver la lluvia en sucias ráfagas, al latir de alguna baldosa floja.
Al atravesarla, la ciudad parecía despertar de un largo sueño para apoderarse de mis recuerdos; de esquina en esquina el pasado desfilaba desordenadamente, saltando de una imagen a otra, volviendo errático sobre su rastro.
Dejando a los pasos el camino a seguir, mis pensamientos finalmente desembocaron en una mirada nublada sobre la mañana de un viejo octubre roto, y también en la mentira, nada piadosa, de una fotografía que hacía pensar en un espejo congelado.
Simulando un ejercicio sin destino, así pronuncio mi nombre, casi cantando; ese sonido tan familiar que lo acompaña a uno desde la noche de su propia memoria. Quiero paladear cada una de sus sílabas, adivinarlo a través de los párpados pesados de cerveza, respirar su resonancia como un perfume más.
Mientras el tren atraviesa la estructura metálica de un puente, miro la hora, y por un breve instante las agujas parecen detenidas. De niño –muy lejos de estos paisajes– estaba convencido de que los relojes dejaban de cumplir su tarea si no había sobre ellos una mirada que le diera sentido a su transcurrir circular.
Como una inesperada marea que nos toma por sorpresa en medio de la playa, un reloj me había arrastrado a la absurda tarea de entregar una carta empeñada en volver siempre al punto de partida. El mismo pensamiento abriendo cada despertar desde aquel día: un sobre conformando un extraño juego de espejos, reapareciendo una y otra vez bajo mi puerta, apuntando su función de dolor hacia un puerto lejano y desconocido donde esperan otro rostro y otras manos. Toda vez que aquella carta volvía hasta mí y encontraba una de sus esquinas blancas asomando bajo la puerta, era como un duro golpe entre los ojos, un internarme más y más en interminables laberintos en los que no se podía huir sino hacia delante.
Tomé el sobre, donde en una borroneada tinta negra se leía, dificultosamente, algo así como: “se devuelve al remitente por dirección inexistente y/ o incompleta”. Supuse que tal vez la falta de código postal fuera la causa, o acaso en los últimos momentos de su vida, Ríos no había logrado recordar con claridad los números de bronce sobre una pared blanca.
Comprendí que debía subirme a esa carta como a una alfombra mágica, y dejar que me llevara por distintos caminos.
Algunos kilómetros atrás, en un pequeño poblado donde bajé a estirar las piernas, el último espejo de una larga cadena registró fugazmente mi imagen, a esa hora incierta donde todo se devela en la fidelidad de lo efímero.
Hoy, este camino es otro conducto que atravieso para nacer de nuevo. Al final, tras una puerta, habrá también una luz a descubrir, hará doler los ojos como todas las luces, no habrá llantos ni bautismos, nadie se pondrá contento, nadie me abrazará, estaré solo otra vez.
Acababa de despertarme, suponiendo la misma jornada de siempre, pero de pronto el día parecía descolgarse sobre mí, despojado de su habitual silueta. Quisiera no haber visto, esa mañana, las gotas de sol palpitando en la pared, idénticas, pero distintas; quisiera haber abierto mis ojos de siempre y no estos, que miran de otro modo. Repentinamente había descifrado la clave de ese resplandor conocido pero extraño a la vez: una monstruosa cárcel de la que es preciso escapar.
Un muro que alguien, sin saberlo, había pintado para Ríos o para mí mismo, sostenía, con una letra apurada y firme, que tiene que existir otra razón para vivir. Una, por lo menos.
En ese momento me tapé la cara con la almohada y por un instante tuve la visión de una madrugada como la del tren: el monótono sonido metálico de los vagones abreviando el paisaje desdibujado, oscuro, y un vaso empañado por una cerveza bien fría, una cerveza como la que alguna vez habría de tomar al borde de un solitario cruce de caminos. Aferrado aún a una punta del sueño pensé que la posibilidad era realmente tentadora, pero debería desconectar ese despertador resonando.
Sí, tal vez todo eso tan insignificante (un sonido vibrante que llega desde un lugar muy lejano, esa sed alimentada por sueños inconclusos, o por el simple aire seco de una habitación ajena al mundo, motivos –cualquiera de ellos– que en apariencia no deciden nada) tuvo un efecto imprevisto sobre mis ojos. Tal vez esa campanilla, esa mañana, esas gotas de oro en la pared, me enfrentaron definitivamente a la imagen de una puerta nunca antes abierta, desconocida, al fin traspuesta; una de esas puertas blancas que se cierran a nuestras espaldas y ya no pueden volver a abrirse si no es del otro lado, del que ha quedado atrás. Y lejos, cada vez más lejos, una oficina oscura donde descansa un viejo escritorio de roble con el que algún día, si seguía allí, construirían mi ataúd.
Haciendo un esfuerzo abro un poco más los ojos. Como una silenciosa araña que cruza la penumbra del tren, mi mano trepa hasta el costado izquierdo, buscando un inexistente cigarrillo. Dos filas más adelante, en los asientos de enfrente, una silueta lee la sombra de un libro, apoyado en el pequeño haz de luz que surge del techo. Fuera de ese detalle, todo resulta una mancha oscura acercándome hacia un puerto que es apenas un punto en un mapa, lo único que existe.
Intento mantener los ojos abiertos, pero un remedo de ese viento ciego que más allá del vidrio castiga la silueta de los árboles, parece asociarse a la noche para atentar contra mis párpados vencidos.
Sólo me importa el camino y su incesante búsqueda del misterio, el chirriar del metal al dibujar una curva, la recortada figura de esos árboles volviendo hacia el lugar del cual escapo.

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