viernes, 24 de febrero de 2012


Taller de Escritura Creativa El Rincón

A cargo de Gustavo Esmoris 

Lectura e interpretación de textos
Técnicas de escritura
 Técnicas de corrección y reescritura

DOS MODALIDADES:
1- PRESENCIAL: En el centro de Montevideo.  Dos grupos: Martes a las 16 horas, y martes a las 19  horas. En Ciudad de la Costa (Shangrilá), miércoles a las 15,30 horas.
Comienzo: 12 de marzo de 2013.
2- ON LINE: A través de correos electrónicos.

Dirigido a todo público

Por consultas: tallerelrincon@gmail.com

Coordinador:

Gustavo Esmoris es escritor, periodista y corrector de estilo. Es egresado de Quipus como Técnico en Animación, y como Educador de Museos en el M.E.C. Ha publicado seis libros y recibió el Primer Premio de Narrativa 2005 de la Intendencia Municipal de Montevideo (actual Premio Juan Carlos Onetti) por la novela “Un viejo octubre roto”, y la Primera Mención en el mismo concurso, año 2009, por la novela “Ciudad perdida”, entre otros premios. Ha coordinado, desde 2010, el Taller de Escritura Creativa El Rincón.

Capítulos 1 y 2 de "Ciudad Perdida"

1

Había llegado hasta ese espacio inmenso, demasiado desolado para un solo hombre, de la forma en que se llega, supongo, a una ciudad perdida. En realidad el lugar ya no existía, pero debido a un error del que nadie iba a hacerse responsable me pagaban para que permaneciera allí por las noches.
En una pared cercana al enorme portón central, por el que no mucho tiempo atrás entraban y salían obreros y vehículos, el mismo reloj de siempre continuaba funcionando como si nada hubiera cambiado. Por efecto de un desamparo decidido a invadir y ocupar todos los rincones podía escuchar, como un envolvente sonido, los precisos pasos de su aguja más ágil deslizándose sobre el silencio que cubría las instalaciones. Tal vez ese simple detalle, lo único que conservaba un latido de vida, resultara el causante de este equívoco. Cuando en pocos días vinieran a demolerlo todo, para levantar las torres que podían verse en los coloridos carteles colocados frente a la entrada, se darían cuenta de que esos altos muros de ladrillos, los galpones y las dos chimeneas, no significaban nada, que la mudez y el abandono del horno apagado habían terminado para siempre con el lugar, y que derrumbar las antiguas estructuras sólo sería un trámite, el final redundante de algo ya consumado.
(En el centro de esos recuerdos que parecían no tener un preciso punto de origen, estaba la fábrica. Se trataba de una empresa a gran escala, establecida en un punto alto de la ciudad, muy cercano al mar, una parte del paisaje del barrio donde todo aquel que vivía en las inmediaciones había trabajado, y donde yo también terminaría haciéndolo, en un futuro no muy lejano. En esa otra época a vivir, el destino aún estaba muy claro, pese a lo distante y perdido que ahora parecía al recordarlo. Alguna vez había escuchado que en sus inicios la planta se erguía entre unos pocos ranchos, que dieron motivo para que la zona fuera bautizada como “barrio de la lata”. Después, sin mucho ruido, la ciudad fue invadiendo el lugar con casas de techos rojos, modernos edificios y anchas avenidas.
De niño, lo primero que hacía al despertar cada mañana era abrir los pesados postigos de la ventana de mi dormitorio, para ver –en sociedad con el perro blanco que me acompañaba, asomando él también la cabeza– las dos chimeneas recortándose majestuosas sobre el mar. Entonces, examinaba los dibujos que las columnas de humo proyectaban sobre el cielo del barrio, para conocer con precisión la dirección y la fuerza del viento.)
Como tallada de sombras, la mujer apareció frente al portón. La había visto, parecida a una mancha apoyada en los barrotes, inmóvil, empecinada en colocar sobre el silencio el sonido repetido de mi nombre.
–¡Vladas! –gritaba al inicio de esa noche solitaria, como hablándole a un fantasma que no era yo, que no podía ser yo.
La conocía desde siempre, desde que era un niño. Ahora, a partir del día en que la fábrica había sido cerrada, ya no parecía que ella me hubiera visto crecer; por el contrario, alguien podría llegar a decir, exagerando un poco, que éramos casi de la misma edad.
Mientras me acercaba a ella, la mujer aliviaba la espera consolando su mirada con la oscura visión de las chimeneas. Traía en las manos un plato caliente, envuelto en un colorido repasador donde aparecían dibujadas, con un trazo ingenuo, unas raras construcciones de piedra cercanas a una playa. Al notar mi presencia lo levantó con orgullo, como si se tratara de un trofeo.
La saludé sin fórmulas, apenas con un gesto y una sonrisa.
–¿Qué sorpresa tiene escondida ahí, doña Amalia? –le dije. –Usted siempre tan preocupada por los demás.
Existía algo indefinible en la figura gruesa y vieja de la mujer, algo que desmentía su aspecto y obligaba a quererla a primera vista, sin condiciones. Se movía pesadamente, y su forma de ser, alegre y extrovertida, hacía que cuantos la veían, incluso sin conocerla, se detuvieran a cambiar algunas palabras con ella. Al inicio de esa primera noche que se repetiría, idéntica, durante semanas, la mujer no dejó de hablar ni por un instante, mientras permanecía imantada de pie junto al portón. Al entregarme la comida junto con un diario del día anterior, sus enormes pechos parecían querer introducirse por entre las rejas, para refugiarse en la fábrica donde había trabajado su esposo y varios de sus hijos.
Apenas el plato sorteó la estrechez de los barrotes con una ligera inclinación, completando el trayecto de su mano a la mía, la mujer me apretó el hombro por un instante, mirándome a través de la reja como si yo estuviera preso. Antes de despedirse, me aseguró que iba a tratar de volver todas las noches, con el diario y un plato de comida caliente.
–Donde come uno comen dos –me dijo sonriendo. –Y donde lee uno...
Un sonoro adiós, prolongando excesivamente la ese final, brotó de sus labios, y esa pareció la señal para que la pollera de la mujer se pusiera en movimiento, con un paso que el tiempo se había ido encargando de hacer más lento. Además de la voluminosa falda, llevaba puesta una blusa que nada hacía para disimular su enorme figura. Al marcharse, su rostro se fue con ella; no podría recordarlo hasta volver a verla a la noche siguiente.
Mientras regresaba hacia el interior de la fábrica, comprendí que en realidad no tenía hambre. Pero algo en mí (una especie de cortesía infantil hacia esa mujer que de todas formas no podía verme, un respeto que venía de la época en que doña Amalia me veía pasar de túnica blanca) me obligó a apoyar el plato sobre la polvorienta mesa de la oficina, para descubrir lo que resultó ser un guiso con arroz y algo de carne, todavía humeante.
–¡Vladas! –repetía otra voz que también sabía mucho de comidas de olla, con una dulzura que entraba en evidente contradicción con el tono ronco, seco, poco femenino.
En el recuerdo, mi madre me buscaba en el umbral de nuestra casa, mientras a menudo conversaba brevemente con esta misma mujer (más joven y delgada, claro), haciendo que ese grito repetido en breves intervalos reconociese cada rincón de aquella callecita empedrada que iba, en pronunciado declive, a morir sin temores en los muros laterales de la fábrica.
–¡A comer, Vladas, que se enfría!
La frase avanzaba por las veredas, iba y volvía, rebotando en cada adoquín hasta dar conmigo.
Me llevé la cuchara a la boca y comencé a masticar mecánicamente, como si no fuera comida sino recuerdos lo que contenía aquel plato.
Para intentar huir de mis pensamientos decidí mirar el diario.



2

Subido en el viento, continuaba sobrevolando la noche del océano, rumbo a un trueque inminente de memorias. Avanzaba despreocupado, feliz de a ratos, sabiendo, con resignación, que a determinada altura del viaje me desprendería de todo lo vivido en una extraña ciudad separada del mundo.
Sentado en el piso me dejaba llevar, sin preocuparme en pilotear la nave, recordando la idea absurda de elevar conmigo a la muchacha, rodeando su cintura al momento de la partida, como siempre sucede en las acostumbradas historias con final feliz.
La única luz más allá del olvidado fuego que rugía sobre mi cabeza –un distante punto perdido, lo poco que iba quedando de la ciudad–, titilaba en un borde de esa noche desconocida, confundiéndose con una estrella que hubiera extraviado el rumbo. (La fuerza de un sencillo papel firmado me había obligado a dejar ese lugar a una hora y un día preestablecido, sin siquiera plantearme la posibilidad de desconocer lo pactado.)
Sabía que si asomaba los ojos por sobre el borde del canasto, vería, a lo lejos, en un punto impenetrable de la sustancia densa y cerrada que me envolvía, el pequeño resplandor resistiéndose a ser tragado por la distancia.
Contrastando con esa lucecita palpitante y cada vez más lejana, las cegadas extensiones que tomaban posición alrededor del globo representaban la noche más terrible. Adentrarse en ella era penetrar una lóbrega esfera de la que no se sabe cómo salir, y a través de la cual, de sus trampas extrañas y múltiples, comenzaba a tejerse un trayecto tan insensato y real.
En alguna ignorada región hacia la que me dirigía me esperaba mi pasado, un lugar en tierra firme dispuesto a devolverme y quitarme recuerdos. Cuando en algún punto de la ruta las lunas se juntaran de manera imprevista hasta superponerse y desaparecer, una dolorosa mutación comenzaría a cambiarlo todo; en eso iba a residir la inequívoca señal, el principio del fin de mi aventura, un devenir de puntos cardinales trasladándome de un sitio a otro. Entonces, el olvido encontraría su momento a muchos metros de altura, en la terrible soledad del trayecto, sin nadie que pudiera consolarme.
Pero también habría un instante brevísimo y supremo, que apenas llegaría a vislumbrar (esa era una de las pocas cosas que sabía con certeza), en el que los recuerdos se mezclarían en una memoria única y total, equidistante a los dos lugares que me disputaban.
En un comienzo, todo se había presentado como un sorprendente evento sin sentido. En la plaza, una mujer sacudía levemente mi hombro. Al abrir los ojos, vi una imagen borrosa que fue aclarándose poco a poco. Era joven y pequeña de estatura. Al inclinarse sobre mí, el pelo oscuro y rizado le caía en el rostro, ocultándoselo en parte. Hablaba con una voz grave y pausada, que me resultaba extrañamente familiar, como si esa escena perteneciera a una historia ya conocida y no a este aparente primer encuentro. Intenté averiguar en qué lugar me encontraba, y la mujer, con una ingenuidad propia de quien no entendió el verdadero sentido de lo que se le pregunta, me dijo simplemente:
–Ciudad Perdida, claro.
Lo decía sin deshacerse de la inocencia que emanaba de su sonrisa sorprendida, sin suponer –ni por un instante– que podía estar burlándome de ella, o peor aún, sin dejar entrever la sospecha lógica (que hasta yo podría compartir, dadas las circunstancias) de que hablaba con un borracho.
Mientras me incorporaba con dificultad, en torno a nosotros comenzaban a amontonarse los curiosos, tratando de descifrar las extrañas claves de la situación. Al sentarme en el banco, bajo los efectos de un sol rojizo que se perdía con rapidez tras los lejanos edificios de esa ciudad desconocida, pude observar con más detenimiento a la muchacha. Tenía ojos grandes y oscuros, y vestía unos jeans gastados y una blusa blanca, de manga corta. Pese a su aspecto frágil, una energía que parecía provenir de su mirada y de sus gestos, desmentía esa presunta desvalidez.
En medio de sus palabras, apoyándome en ellas, iba aterrizando en aquel lugar del que nada sabía. Me pareció que la tarde caía demasiado rápido, que las sombras no resistirían mucho más tiempo su propio peso y comenzarían a derrumbarse desordenadamente sobre mi cabeza. Sólo con atravesar en la mirada el paisaje desconocido, los rostros de la gente, los finos gestos de la muchacha que me hablaba, se hacía evidente que de nada serviría tratar de entender de dónde venía, y qué me encontraba haciendo allí, durmiendo sobre el frío mármol de una plaza, preguntas todas que se cerraban en sí mismas, sin ninguna pista ni pasado. Las personas que se agolpaban alrededor del banco representaban una curiosa muchedumbre que se detenía frente a mí, en el lugar y en el momento equivocado, cada vez en mayor número, sólo para oír cómo la mujer intentaba darme una explicación. En oleadas, la gente llegaba y presenciaba la escena, hasta que se aburría y su lugar era ocupado por un nuevo contingente de curiosos. Dos hombres de traje y corbata, por ejemplo, hablaban de mi conducta con voz estridente, tejiendo teorías sobre mi presencia en ese banco de mármol, y uno de ellos me señalaba con el dedo, como si me culpara de algo que yo desconocía. De vez en cuando aparecían madres con niños de la mano, y liceales que salían de sus clases. Todos parecían estudiarme con la misma desconfianza y sorpresa.
Si no hubiera tenido una noción de lo ilógico de la situación, tal vez nunca hubiera seguido hasta su casa a la muchacha, y esta historia tan extraña se habría complicado más de la cuenta. En ese caso, después de muchas preguntas sin una respuesta esclarecedora, me largaría a caminar sin ella, en dirección opuesta a sus pasos, siempre imaginando que las cosas eran más sencillas, y que apenas llegara a algún lugar conocido eso me lo recordaría todo. Hasta que me topara de frente con los oscuros muros de piedra que impedían toda salida de la ciudad, y comenzara a entender que lo absurdo se había transformado en algo real.
Pero las circunstancias me fueron llevando hasta esa mujer, hasta su rostro triste que me animó a confiar en ella.
–Vas a pensar que estoy loco –le dije, –pero estoy viendo dos lunas en el cielo.
(Ese detalle sí podía recordarlo con claridad: en el lugar del cual venía sólo había una luna.)
–Todavía es temprano y no han aparecido todas –me respondió ella.
Y entonces, lo tan extraño –despertarse sin memoria sobre el banco de una plaza, en una ciudad desconocida– pasa a ser lo más normal, gracias a la mirada protectora de una mujer.
De alguna forma inexplicable comencé a saber, en ese momento, aun antes de conocer su nombre, que existiría una semana por vivir (el plazo lo pondría ella, agitando frente a mis ojos unos papeles que acababa de redactar, a los que llamaba contrato).
A medida que nos alejábamos de la plaza, la altura de las edificaciones iba siendo cada vez mayor; de a poco, comenzaban a surgir comercios y carteles luminosos, pintando de colores el paisaje, acercándonos a lo que parecía ser el centro de la ciudad. En determinado momento, cuando ya habíamos caminado por más de media hora, el empedrado dio paso a una áspera y oscura carpeta asfáltica, y ésta a su vez, unos minutos más tarde, a un pavimento que parecía recién inaugurado, en el que aparecieron los primeros semáforos. Como al principio del trayecto, las veredas eran antiguas, de un ancho que apenas daba para que transitaran juntas dos personas. Cuando alguien se cruzaba en sentido opuesto, la mujer se colocaba delante de mí, obligándome a formar una fila. (Una de las veces en que esto sucedió, descubrí que la sombra de mi cabeza se proyectaba sobre el centro de sus nalgas, perfectamente reveladas gracias al pantalón ajustado. Sin saber la causa, me detuve un instante, fingiendo observar algún detalle del paisaje, hasta que mi silueta volvió a avanzar cansinamente sobre las baldosas, lejos del cuerpo de la mujer.)
Mientras caminábamos, pisando esa tristeza que siempre parece desprenderse de las veredas envejecidas, ella me hablaba con entusiasmo, haciendo algunas preguntas que a veces se respondía a sí misma. En los breves espacios que separaban una frase de otra, la veía sonreír con un levísimo gesto, moviendo apenas los labios, durante ese instante en que el silencio se hacía dueño de dos o tres de sus pasos.
Entonces, sin detener la marcha, sin dejar de caminar junto a los pies pequeños de la muchacha, se me ocurrió pensar que la solución perfecta para esta situación incomprensible, la única a mi alcance, sería empezar a deshacerme de todos aquellos temores en los que no podía dejar de pensar. Volver la mirada hacia el evidente otoño que parecía estar finalizando en este lugar desconocido, sólo para concentrarme en el manto de hojas secas que cubrían el paisaje de la ciudad, dejando atrás las insondables huellas que sin una explicación, terminaban durmiendo conmigo sobre el banco de un lugar en el que no recordaba haber estado antes. De alguna manera, desde el momento en que una mano de la mujer se apoyó en mi hombro, supe de un ovillo de pasos que necesariamente debería desenredar, y que pedir su ayuda era el primer movimiento para lograrlo. Para mis adentros, me dije que nada es igual a sí mismo, que nada se parece de un minuto a otro, en tanto comenzaba a caminar con la muchacha, junto a ella.

Capitulo 1 de "Un viejo octubre roto"

Capítulo I
EL CAMINO

Es un espacio cerrado, opaco, casi hermético, que obliga a abrir los ojos a una quietud de piedra, apenas esbozada más allá del apagado cristal; un lugar de contornos cegados, decidido a cortar la noche con su afilado sonido metálico.
Atrapado en lo profundo de sus entrañas invoco dos viejas palabras, un gastado nombre propio, Gerardo Abril, acaso para intentar convencerme de que sigo siendo el mismo de siempre, y de que nada, en estos días de camino, ha cambiado.
Si hubiera alguien o algo a quien dirigirse, una sombra, aunque más no fuera, dispuesta a escuchar, ensayaría un errático monólogo con la vida del que fui, del que ya nunca seré y aún soy (porque todo está registrado en lo profundo de los espejos, no puede ignorarse, es ese algo sin nombre que la luz guarda para sí.)
Tal vez el sinuoso curso de este caos comenzó a dibujarse en un anónimo instante robado al tiempo, en unos pasos, simplemente, atravesando una calle oscura y sólo nuestra; todo sin una forma precisa, una construcción hecha de minúsculas fracciones, a las que ningún reloj tiene acceso.
Por momentos intuyo que la breve secuencia donde da inicio esta parte de mi historia, coincide fatalmente con unos pies despegándose del borde de un balcón. Pero también es probable que los motivos vengan de más atrás, de la continuidad de antiguas huellas desembocando en el fin de un intrincado laberinto.
Lo cierto es que luego de la breve flexión las piernas estaban finalmente en el aire; un registro sobreexpuesto a ese asombro parecía igualarse al cielo desplegado y azul.
Como si por algún motivo difícil de explicar, una multitud hubiera confluido en ese lugar y momento, más tarde habría, desde distintos ángulos y alturas, imprecisos testigos a destiempo, pero todos coincidirían en la versión de ese hombre con sus alas rotas. Porque el aire no estaba para nada convencido de que alguien que ha vivido arrastrando pesadamente su sombra, pudiera elevarse hasta la copa de un árbol.
Esa fría madrugada, conocida ya la noticia, y como siempre que alguien acaba de morir, una mansa cortina de agua se había confundido con el desolado gris de las calles. Deambulando sin pretender llegar a ninguna parte, invadí sin apuro esas veredas que arteramente suelen devolver la lluvia en sucias ráfagas, al latir de alguna baldosa floja.
Al atravesarla, la ciudad parecía despertar de un largo sueño para apoderarse de mis recuerdos; de esquina en esquina el pasado desfilaba desordenadamente, saltando de una imagen a otra, volviendo errático sobre su rastro.
Dejando a los pasos el camino a seguir, mis pensamientos finalmente desembocaron en una mirada nublada sobre la mañana de un viejo octubre roto, y también en la mentira, nada piadosa, de una fotografía que hacía pensar en un espejo congelado.
Simulando un ejercicio sin destino, así pronuncio mi nombre, casi cantando; ese sonido tan familiar que lo acompaña a uno desde la noche de su propia memoria. Quiero paladear cada una de sus sílabas, adivinarlo a través de los párpados pesados de cerveza, respirar su resonancia como un perfume más.
Mientras el tren atraviesa la estructura metálica de un puente, miro la hora, y por un breve instante las agujas parecen detenidas. De niño –muy lejos de estos paisajes– estaba convencido de que los relojes dejaban de cumplir su tarea si no había sobre ellos una mirada que le diera sentido a su transcurrir circular.
Como una inesperada marea que nos toma por sorpresa en medio de la playa, un reloj me había arrastrado a la absurda tarea de entregar una carta empeñada en volver siempre al punto de partida. El mismo pensamiento abriendo cada despertar desde aquel día: un sobre conformando un extraño juego de espejos, reapareciendo una y otra vez bajo mi puerta, apuntando su función de dolor hacia un puerto lejano y desconocido donde esperan otro rostro y otras manos. Toda vez que aquella carta volvía hasta mí y encontraba una de sus esquinas blancas asomando bajo la puerta, era como un duro golpe entre los ojos, un internarme más y más en interminables laberintos en los que no se podía huir sino hacia delante.
Tomé el sobre, donde en una borroneada tinta negra se leía, dificultosamente, algo así como: “se devuelve al remitente por dirección inexistente y/ o incompleta”. Supuse que tal vez la falta de código postal fuera la causa, o acaso en los últimos momentos de su vida, Ríos no había logrado recordar con claridad los números de bronce sobre una pared blanca.
Comprendí que debía subirme a esa carta como a una alfombra mágica, y dejar que me llevara por distintos caminos.
Algunos kilómetros atrás, en un pequeño poblado donde bajé a estirar las piernas, el último espejo de una larga cadena registró fugazmente mi imagen, a esa hora incierta donde todo se devela en la fidelidad de lo efímero.
Hoy, este camino es otro conducto que atravieso para nacer de nuevo. Al final, tras una puerta, habrá también una luz a descubrir, hará doler los ojos como todas las luces, no habrá llantos ni bautismos, nadie se pondrá contento, nadie me abrazará, estaré solo otra vez.
Acababa de despertarme, suponiendo la misma jornada de siempre, pero de pronto el día parecía descolgarse sobre mí, despojado de su habitual silueta. Quisiera no haber visto, esa mañana, las gotas de sol palpitando en la pared, idénticas, pero distintas; quisiera haber abierto mis ojos de siempre y no estos, que miran de otro modo. Repentinamente había descifrado la clave de ese resplandor conocido pero extraño a la vez: una monstruosa cárcel de la que es preciso escapar.
Un muro que alguien, sin saberlo, había pintado para Ríos o para mí mismo, sostenía, con una letra apurada y firme, que tiene que existir otra razón para vivir. Una, por lo menos.
En ese momento me tapé la cara con la almohada y por un instante tuve la visión de una madrugada como la del tren: el monótono sonido metálico de los vagones abreviando el paisaje desdibujado, oscuro, y un vaso empañado por una cerveza bien fría, una cerveza como la que alguna vez habría de tomar al borde de un solitario cruce de caminos. Aferrado aún a una punta del sueño pensé que la posibilidad era realmente tentadora, pero debería desconectar ese despertador resonando.
Sí, tal vez todo eso tan insignificante (un sonido vibrante que llega desde un lugar muy lejano, esa sed alimentada por sueños inconclusos, o por el simple aire seco de una habitación ajena al mundo, motivos –cualquiera de ellos– que en apariencia no deciden nada) tuvo un efecto imprevisto sobre mis ojos. Tal vez esa campanilla, esa mañana, esas gotas de oro en la pared, me enfrentaron definitivamente a la imagen de una puerta nunca antes abierta, desconocida, al fin traspuesta; una de esas puertas blancas que se cierran a nuestras espaldas y ya no pueden volver a abrirse si no es del otro lado, del que ha quedado atrás. Y lejos, cada vez más lejos, una oficina oscura donde descansa un viejo escritorio de roble con el que algún día, si seguía allí, construirían mi ataúd.
Haciendo un esfuerzo abro un poco más los ojos. Como una silenciosa araña que cruza la penumbra del tren, mi mano trepa hasta el costado izquierdo, buscando un inexistente cigarrillo. Dos filas más adelante, en los asientos de enfrente, una silueta lee la sombra de un libro, apoyado en el pequeño haz de luz que surge del techo. Fuera de ese detalle, todo resulta una mancha oscura acercándome hacia un puerto que es apenas un punto en un mapa, lo único que existe.
Intento mantener los ojos abiertos, pero un remedo de ese viento ciego que más allá del vidrio castiga la silueta de los árboles, parece asociarse a la noche para atentar contra mis párpados vencidos.
Sólo me importa el camino y su incesante búsqueda del misterio, el chirriar del metal al dibujar una curva, la recortada figura de esos árboles volviendo hacia el lugar del cual escapo.

De la Vigilia - Jóvenes en Poesía

Noviembre de 2006





Presentación de la novela "Un viejo octubre roto"

Mayo de 2007.



Integrando la mesa, la editora Carmen Galusso y el escritor y crítico literario Lauro Marauda.



Con el periodista Daniel Feldman, los escritores Jorge Chagas y Lauro Marauda, el periodista Ruben Olivera, y el escritor e historiador Alejandro Giménez.

Presentación en Melo de la novela "Ciudad Perdida"

Melo, setiembre de 2011.








Presentación del poemario "Adyacencias"

Junio de 2002



Integrando la mesa, los escritores Roberto Genta Dorado, Miguel Motta y Lauro Marauda.



Con el poeta Roberto Genta Dorado.

lunes, 13 de febrero de 2012




domingo, 12 de febrero de 2012

Quinto Encuentro Internacional Literario Abrace

Abril de 2004

Poesía viva por Chile

Marzo de 2010, lectura solidaria con Chile, junto a los poetas Carlos Brandy y Eduardo Curbelo, entre otros.





Carta a los alumnos de Toledo


Dicen que si los días vividos no te cambian, fueron días perdidos. Hay que nacer en cada instancia, para continuar viviendo. En ese sentido, nunca volveré a ser aquel que se tomó un ómnibus hacia Toledo. Encontrarme con todos ustedes hizo que me fuera distinto de como había llegado, más pleno, más comprometido, más humano. Por eso, en este momento de escribirles, querría decirles muchas cosas. Por ejemplo, que lean y estudien mucho, que se preparen para ser, cada vez más, los dueños de su propio pensamiento. Y que nunca se olviden del otro, del que está al lado nuestro. Decirles que creo en ustedes, y en que alcanzarán su destino, el de cada uno y el colectivo. Toledo fue para mí un descubrimiento y una confirmación: hay otro Uruguay posible, un país donde todos podamos encontrarnos. Ustedes me lo recordaron y se los agradezco. Desde ese día y para siempre, nuestras horas compartidas irán conmigo, serán un impulso para seguir escribiendo, para seguir soñando, para seguir respirando. Gracias a todos, me enseñaron mucho con sus preguntas y con su actitud. Si este cariño es mutuo, como deseo y espero, saben donde encontrarme; para lo que sea, siempre contarán conmigo. Disculpen si estas palabras no llegan ordenadas como quisiera, pero a veces, en estos casos, mi cabeza es un gran huracán de ideas y sentimientos.

Los abraza fraternalmente, Gustavo.



Los hijos de Toledo

Este lugar perdido en el mundo
es el mundo
estos cientos de ojos
son mis hijos y mis padres
son una flecha amiga
viajando directo al corazón
una gran arboleda
por donde todos entran cantando

son nuestros hijos
los de mil nombres
los Compañeros
suyo es el vuelo de las palomas
y las banderas
suyo es a sus espaldas
el sol de tanta infancia
la breve la perdida la todavía a mano
la rayuela que asciende hacia la vida
es suya la primorosa rebeldía
que mañana construirá pueblos y navíos
en nombre de algo nuevo

son ellos estos cientos de ojos
que me observan
estos padres tan jóvenes
estos hijos de todos
cuando parece que se alejan
en realidad se acercan
se imprimen de un silencio que me habla
vertiendo irrevocables y experientes
lo táctico y táctil

parten de su inocencia
no los avergüenza apoyarse en ella
midiendo al ser humano
sin sus cuatro paredes
subiendo de escalón en escalón
horas impares
buscando en colectivo
un color eclipsado

vienen de todas partes
son un ejército de sueños a emprender
son incandescentes poetas
ingresando sin golpes en la puerta
son Toledo y el mundo
y van cantando

Montevideo, 23 de octubre de 2009.

Lectura en el Liceo de Toledo

Octubre de 2009






jueves, 9 de febrero de 2012

Diez consejos al azar
DECÁLOGO DEL IMPERFECTO CUENTISTA (Y AFINES)


I
A aquella máxima de que un escritor es antes que nada un buen lector, habría que agregar que el escritor debe ser, además, un buen crítico. Aquel que tome como un dogma incuestionable todo lo que lleve la firma de un consagrado, nunca será en verdad un buen lector, y mucho menos un escritor.

II
Reconocer que para ser escritor lo primero y lo último es escribir. Fijarse un plan que permita hacerlo al menos cinco días a la semana, de manera metódica. Como en cualquier actividad la teoría es muy importante, pero la práctica es fundamental. Nadie aprende a andar en bicicleta hasta no subirse a una.

III
Tener muy claro que pese a todos los reconocimientos, premios, y halagos que puedan llegar, el escritor nunca debe enamorarse de su propia obra. Por el contrario, le corresponde al escritor la responsabilidad de constituirse en su principal y más implacable crítico.
Saber que aun cuando el hecho de hacer literatura suele rodearse de cierto prestigio, se trata de un oficio como cualquier otro.

IV
Excepto a la hora sagrada de escribir, nunca perder contacto con el mundo. Entender que el escritor es un ser social, y que ambos –Jekyll y Hyde– comparten una historia en construcción. El texto puede esperar, la aventura de la vida, no. El escritor que se obsesione con su oficio, más allá de un razonable horario de labor, se perderá lo mejor de la existencia, además de correr el serio riesgo de fracasar en su intento, a causa del excesivo aislamiento. (Este consejo es doblemente válido para nuestro país, donde muy rara vez los escritores viven de lo que hacen).
Paralelamente, sin que esto signifique una contradicción con lo anterior, no ir a ninguna parte, ni siquiera a dormir o a bañarse, sin la compañía de un bolígrafo y una hoja de papel. Nunca se sabe en qué momento una frase, una historia, y hasta un sueño, pueden pasar volando frente a uno.

V
En buena medida, el escritor es un ser que recuerda mal los hechos. Esa cualidad hará que cuanto más se aleje de la anécdota o idea de la cual pretende partir, más cerca se encontrará de ella, literariamente hablando. El mero cronista, que ingenuamente se limita a transcribir lo que ve o cree ver, hará que sus pasos devuelvan a la Tierra su antigua condición de cuerpo plano.

VI
Jamás atribuirle al tema elegido la imposibilidad de desarrollar un texto. Tener como una verdad revelada que no hay temas buenos o malos, ni temas agotados, y que en literatura todo depende, exclusivamente, de la mirada.

VII
Para escribir, establecerse en un lugar físico lo más aislado posible, lejos de teléfonos y televisores, a fin de poder abordar la tarea sin distracciones. Generar un ambiente propicio para la creación (por ejemplo, escuchar música clásica, jazz, o el estilo que realmente le agrade).

VIII
Escribir como si se estuviera enfocando la vista en el punto del horizonte que más le guste, evitando que el lector abstracto y el concreto se crucen de manera inoportuna por delante del papel en blanco.

IX
Pese a que no se le da importancia, es indispensable la actividad física en un escritor. Así como un ajedrecista se entrena físicamente para estar seis o más horas frente a un tablero, el escritor debe prepararse para enfrentar –además de a sus propios demonios– a ese rival que tomará la forma de una computadora, una máquina de escribir, una inocente cuadernola.

X
Asumir que escribir es condenarse de por vida a una importante porción de soledad. Pero saber también que de alguna manera, a partir de esa soledad, el escritor empieza a acompañarse de toda la humanidad, y que gracias a ello siempre estará retornando al mundo con una capacidad de asombro renovada. Quien quiera estar al tanto de lo que se siente al volar, que utilice un Ala Delta o el oficio de escritor.




Publicado en VOCES DEL FRENTE, N° 160, 10 de abril de 2008.

gustavoesmoris@gmail.com

miércoles, 8 de febrero de 2012

Palabras del Profesor Fernando Piñeiro en la presentación en Melo de la novela "Ciudad Perdida", el 29/09/2011

Queridos amigos:

Estamos hoy reunidos en torno a una pequeña joya: Ciudad Perdida, de Gustavo Esmoris.

Gustavo, para aquellos que no lo conocen aún, nació en Montevideo en 1959, en el barrio del Buceo. Ha publicado tres libros de poesía: Detrás de la noche de 1992, Calles vacías de 1998, y Adyacencias de 2002 ―los dos primeros editados por Banda Oriental y el último por Ediciones de AEBU―. Ha incursionado en el mundo de la narrativa destacándose su novela Un viejo octubre roto de 2007. Es ganador de varios premios literarios a nivel nacional e internacional, entre ellos el Primer Premio de Narrativa en el Concurso Municipal de Literatura de Montevideo de 2005. Es periodista del Semanario Voces del Frente, donde tiene una columna cultural, y corrector ortotipográfico y de estilo para distintos medios y editoriales. Actualmente coordina, junto al escritor y profesor Fabián Severo, el Taller de Literatura El Rincón.

Ciudad Perdida es Primera Mención en narrativa inédita en el Concurso Literario Intendencia Municipal de Montevideo 2009.

La necesidad de crear un mundo perfecto está en la raíz de la humanidad. Desde Thomas More y su Utopía, hasta el descubrimiento de una ciudad apartada del mundo en Horizonte Perdido de James Hilton, llevado al cine por Frank Capra en una película destinada a atravesar los tiempos.

El ser humano intuye la idea de la perfección. Sabe que el mundo es esencialmente imperfecto, pero siente la necesidad de transformarlo, de metamorfosear la realidad en idea, porque sabe que la realidad es un continuo hacerse. En esto radica la esencia de los sueños.

Quizás a raíz de eso es que don Quijote necesita salir de la realidad y reinventar el mundo: para enfocarlo mejor. Sólo desde afuera de la realidad es que la realidad cobra verdadero sentido.

Por esto Ciudad Perdida está sustentada sobre dos mundos que coexisten naturalmente. Uno emerge a partir del otro, sin ruptura, pero transfigurando la realidad, cambiando la monotonía gris y previsible de lo cotidiano por la maravilla y lo inesperado.

La primera persona del narrador, en ambas realidades, es la que establece el sutil puente entre ellas. El lector percibe a ese protagonista como uno solo, aunque posea diferentes nombres. Es la realidad del yo, por encima de la oscilación abrupta de un mundo a otro, por encima de la identidad, y por encima de la memoria.

Comienza la novela sobre la realidad inmediata, con un protagonista que debe cuidar una fábrica abandonada, que él sabe demolerán en muy breve plazo, fábrica en la que alguna vez trabajó, y en la que luchó, como trabajador, por los derechos de su clase.

Sin transición alguna asistimos en el capítulo siguiente a un personaje que aparece como por arte de un encantamiento en un lugar desconocido para él, y habiendo perdido sus recuerdos. El lector sabe que se trata del mismo protagonista en ambos mundos por la poderosa cohesión de la primera persona.

En ningún momento se dice que la trasmutación sea producto del sueño o de la imaginación: el protagonista simplemente está ahí, lo que contribuye a reforzar vívidamente la impresión de realidad. Al igual que en La Divina Comedia de Dante, antes de que el lector pueda advertirlo, el viaje ya ha comenzado.

En el mundo real se utiliza el flashback para ir reconstruyendo el pasado. En Ciudad Perdida es un presente atemporal. Pero en ambos casos se obra una ampliación progresiva de la conciencia, que crece hasta el punto en que convergen ambos universos.

En uno y otro mundo, los nombres del protagonista y de los demás personajes cobran una importancia decisiva. En la realidad inmediata, el personaje principal tendrá por nombre Vladas, es decir, “regente” u “hombre del pueblo”. Por el contrario, en Ciudad Perdida será Pol, cuyo significado es “pequeño”.

Doña Amalia, ese personaje entrañable que alimenta física y espiritualmente a Vladas, también posee un nombre acorde a su carácter: significa doblemente “tierna” en griego, y “trabajadora” en germánico. Betis, que quiere decir “fértil”, no ha querido darle un hijo al protagonista, y Excelia, la mujer perfecta soñada a partir de una imagen de publicidad, significa “desde la altura”.

En toda la novela existe un mundo de afectividad que emerge de las personas, pero también de los animales, y aun de los objetos. Los objetos pasan a cobrar una importancia decisiva a cada momento, pues es como si quedara impresa en ellos la esencia de cada personaje de su entorno. Las lámparas con las que Excelia ilumina la casa, los platos de comida y los periódicos de Doña Amalia y las pinturas de ese misterioso vagabundo al que todos llaman Van Gogh crean el sustento emocional de la obra. La descripción minuciosa de cada detalle lleva al lector a sentirse sumergido, a experimentar más que ser espectador de ese mundo soñado, hasta que lo imaginado pasa a poseer más presencia que la realidad concreta.

Existe un sentido de movilidad notable en el deambular por las calles empedradas Ciudad Perdida, por los pasillos de la casa de Excelia, a cuya construcción parecemos asistir a cada paso en esa semipenumbra creada por una armonía de luz de lámpara y sombras por partes iguales que contribuye a volverlo todo posible, creando un mundo de hechizo, asemejándose por momentos a las pinturas de los maestros holandeses del siglo XVIII.

Los objetos que arrojan luz son esenciales, pues son los que obran la transposición de un mundo en otro. Los seis focos que iluminan la imagen publicitaria situada frente a la fábrica más la luna, serán las siete lunas de Ciudad Perdida. Toda la luz resulta esencial. Es como si por momentos todo resultara iluminado de adentro hacia afuera, y es como si se estuviera pintando más que describiendo.

Los animales resultarán el vehículo para la canalización de todo el mundo afectivo del personaje, a ambas orillas del mar. El perrito que alguna vez se escapó volverá misteriosamente en ese mundo en donde cada sueño parece materializarse delante de los ojos. Y crea en el lector la percepción de que las cosas y los seres que perdemos a lo largo de la vida, no están quizás perdidos, sino aguardando el momento del reencuentro.

Y en la realidad próxima, la rata que acompaña al protagonista en sus largas vigilias dentro de la fábrica, canaliza todo el sentimiento de un mundo que está a punto de desaparecer para siempre. Por eso, ese acto de aparente crueldad al darle muerte, es en realidad un acto de liberación. El animal, que representa esa parte del protagonista que ama intensamente su pequeño universo, merece morir en su mundo y no asistir a la destrucción de todo lo que ha conocido y que le es familiar. Es, quizás, aquella idea de Rilke de un morir que brote directamente de la vida, en armonía perfecta con lo que ésta ha sido.

Pero si los objetos y los animales resultan metamorfoseados, también lo son los personajes. Van Gogh, poseedor de un pasado misterioso e indescifrable, y cuya mendicidad contrasta con sus modales refinados será reinventado como el Portador de Orillas, y resulta fascinante y caleidoscópico. El personaje tiene el encanto de una revelación dicha a medias, o en voz baja, o de un dibujo a lápiz que emerge desde el fondo del papel. Es una construcción tanto por lo que no se dice, tanto como por lo que se dice de él. Y el misterio es lo que nutre prodigiosamente la imaginación del lector. Van Gogh se lanza desde ese pasado impreciso al gran mundo prescindiendo de lo utilitario y de la cordura, así como el Portador de Orillas se lanza al gran mar de lo desconocido para desembarcar en Ciudad Perdida. Y al igual que Ulises, debe atarse al mástil. Es necesario escuchar el canto de las sirenas; sería cobardía el no hacerlo. Pero es necesario sobrevivir al canto, para que el arte sea posible. Es preciso ir hasta las fronteras a las que nadie ha llegado, pero es menester volver para comunicar el hallazgo a los demás. Sería tentadoramente fácil perderse para siempre; pero resultaría egoísta, y el arte exige un compromiso, ese arte que como dijera Espínola, siempre debe estar “tierna y solidariamente dirigido a todos los hombres”. (El personaje principal también lee el Canto XII de la Odisea).

Por eso se hace necesario el plazo de una semana, más allá de ese reloj en reversa que terminará por aniquilar los sueños. El personaje del cartel se proyecta hacia el mundo imaginado en la forma de Excelia. ¿Quién no ha soñado con la mujer perfecta? Pero ese ideal que llevamos dentro, ¿hasta qué punto no es producto de una imagen que hemos creado en nuestra mente? También por eso el plazo: hay que volver a la realidad, y vivirla, antes que el sueño nos devore. Pero Excelia es más que simplemente una mujer. Es de ella que parece brotar misteriosamente toda la historia, vuelta realidad en la novela que ella escribe en una noche. Excelia es aquella zona inexplorada de la que sale el arte mismo. Ella es producto de la imaginación del narrador, tanto como la obra. Así, el amor y el arte parecen surgir misteriosamente del mismo lugar.

La necesidad de transformar el mundo, elevando la realidad a la altura de los sueños, es una forma de vencer al utilitarismo humano. El mundo creado por el arte es real, puesto que frente a los vaivenes de la vida, frente a la moralidad cambiante y los caprichos de los dueños transitorios del mundo, el arte se afirma como una realidad irreductible, destinada desafiar a los poderes temporales, para situarse en la dimensión de lo absoluto. El arte es la libertad misma vuelta expresión, es la más profunda de las revoluciones posibles.